Cuando quienes ahora somos abuelos cursábamos primaria, nuestros padres conocieron un extraño recién llegado al país y lo invitaron a vivir en casa. Él aceptó y ya no se fue nunca. Mientras nosotros crecíamos, nos preguntamos su parentesco con la familia: nos acostumbramos simplemente a su lugar de privilegio en el hogar.
Nuestros padres nos enseñaron normas de higiene, a obedecer, a comer con la boca cerrada y a distinguir lo bueno de lo malo; pero el extraño nos mantenía hechizados horas y horas con aventuras, misterios y música. Siempre tenía respuestas a lo que quisiéramos saber de política, historia o ciencia. Conocía todo el pasado, el presente y hasta podía predecir el futuro. Nos hacía reír y llorar. Nunca dejaba de hablar, pero a mi padre no le importaba como cuando mamá era insistente con un tema.
En casa nos inculcaron convicciones morales pero el extraño nunca se sentía obligado a respetarlas. Las blasfemias o las malas palabras no se permitían, ni en nosotros ni en nuestros amigos, pero el extraño se salteaba la norma y no pasaba nada. Mi padre nunca nos permitió tomar alcohol, sin embargo, el extraño nos animó a intentarlo y además regularmente.
También nos dijo que los cigarrillos eran inofensivos. Hablaba libremente sobre sexo: sus comentarios eran a veces explícitos, otras sugestivos. Raramente hizo caso a los valores de
mis padres pero, cosa rara, nunca le pidieron que se fuera de casa.
Han pasadodesde que ese extraño entró en la familia y ahora me doy cuenta de cuánto influyó en mi adolescencia.
Desde entonces, él ha cambiado mucho: ya no nos fascina como al principio, en parte porque nos hemos acostumbrado a su presencia, pero si se calla, lo extrañamos mucho. Desde hace unos años ha traído a su esposa: se llama computadora y tienen un hijo que se llama celular.
Han pasado casi sesenta años y veo que los chicos de ahora viven su presencia de otra manera. Leí hace poco la oración de un niño que transcribo: "Señor, esta noche te pido algo especial: conviérteme en un televisor, porque quisiera ocupar un lugar como el suyo en mi casa. Quisiera reunir a mi alrededor a toda la familia, ser el centro de atención, que todos quieran escucharme sin ser interrumpidos o cuestionados y que me tomen en serio cuando hablo. Quiero sentir el cuidado especial que recibe la televisión cuando algo no le funciona, tener la compañía de papá cuando llega a casa, que mamá me busque cuando está sola o aburrida, que mis hermanos se peleen por estar conmigo. Me gustaría, Señor, vivir la sensación de que todos dejan todo con tal de pasar unos momentos a mi lado. Señor, no te pido mucho: es lo que vive cualquier televisor".
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