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6.2.14

¿A quién se le ocurrió cambiar "matrimonio" por "pareja"? Tercera parte.


Subimos la tercera y última parte de la respuesta a esta interesante pregunta. 
Con fecha 23 de enero y 1 de febrero figuran las anteriores.

La Revolución sexual del S. XX, fue una premeditada acción para destruir la familia. La agenda de los promotores de la ideología que quiere imponer en la civilización occidental la ideología de género, está pensada milimétricamente.

Una vez desvinculada la sexualidad del amor conyugal y separado éste del matrimonio; una vez “liberada” la mujer de la maternidad, llegó el momento de divulgar estas incertidumbres: ¿quién ha dicho que el hombre es varón y la mujer es mujer por naturaleza? La índole sexuada de su corporeidad ¿quién la ha impuesto?  Son simples construcciones culturales, así como la identidad sexual.
Según estas tesis, como todo consistiría únicamente en una construcción cultural sin correlato en la naturaleza, las niñas serían niñas (mujeres) porque se las viste de niñas y reciben muñecas para jugar. Los niños serían niños (varones) porque se los viste de niños y juegan con una pelota de fútbol. La identidad sexual de todas las personas, varones y mujeres, sería  resultado de una imposición y del desarrollo cultural de papeles y funciones: nada más. La sexualidad dejaría de ser una realidad relativa al sexo, y pasa a ser algo relativo al género. 

En documentos de la Conferencia Internacional sobre la Mujer celebrada en Pekín (1995), apareció por primera vez en un foro mundial el término género referido a la identidad sexual de las personas. La Santa Sede, consciente de toda la ideología que está detrás de ese cambio
terminológico, se opuso a esa tergiversación ideológico-cultural de la sexualidad humana. Para desgracia de la humanidad, la defensa que la Iglesia hizo de la identidad ontológica del hombre como varón y como mujer, no fue atendida.  
La tercera fase de la revolución sexual, utilizando como plataforma los Altos Organismos Internacionales y sus Instituciones, quiso lograr aquello que no llegó a alcanzar al principio: ser pensamiento hegemónico no solo en el plano cultural, sino también en el ámbito jurídico y político. Se propuso implantar en todos los órdenes de la vida pública y social la teoría ideológica de que no existe mujer ni varón, sino que la identidad sexual de las personas la determinan ellas mismas a partir de sus afectos u orientaciones sexuales (heterosexualidad, homosexualidad, lesbianismo, bisexualidad, transexualidad, etc.). 
Esto es el núcleo de la ideología de género y no hay ningún país de Occidente que no haya, en menor o mayor medida, sucumbido a esta transvaloración radical de la sexualidad humana, otorgándole preponderancia legal y política.
A la revolución sexual del S. XX utilizando premeditadamente la ideología de género, es a quien se le ocurrió cambiar la palabra “matrimonio” por la de “pareja” Pero ese cambio semántico no anula de ningún modo la real naturaleza de la unión del hombre y la mujer a través del pacto o alianza matrimonial. 
La ideología de género no postula simplemente que cada uno ejerza su conducta sexual como quiera, sino una deconstrucción de los seres humanos en su característica de personas sexuadas con una identidad sexual dada por su ser-masculino (persona-varón) o por su ser-femenino (persona-mujer).  El término género -en esa ideología- pasó a designar la sexualidad en cuanto configuración corpórea de la persona. Por eso dejó de hablarse de sexo y se empezó a hablar sólo de orientación sexual.  
Igual que la primera revolución sexual encontró el término pareja para sustituir al de matrimonio, la segunda revolución sexual  descubrió  la palabra género para sustituir a sexo.
Un gran éxito para la implantación de este cambio semántico radicó en que la violencia doméstica del varón hacia la mujer pasase a llamarse violencia de género. Es más,  se logró la aprobación de una legislación que intenta minimizar ese tipo de agresiones violentas bajo el título de Ley de Violencia de Género.  
El instrumento técnico utilizado por la tercera fase de la revolución sexual para separar a la mujer del varón fue la fecundación in vitro. La maternidad se desligó de la paternidad. La transmisión de la vida humana quedó fracturada del gran don que supone para el ser humano poder ser fecundo y engendrar un nuevo hombre desde el amor y desde la llamada de Dios a cooperar con El en su actividad creadora con el abrazo conyugal de varón y de mujer en la entrega recíproca de sí mismos.  
La fecundación in vitro es utilizada por los instigadores de la revolución sexual para introducir culturalmente la idea de que también la mujer debe ser liberada del varón en su libre decisión de ser madre. La sexualidad, don de Dios al hombre en orden a la comunión interpersonal entre la mujer y el varón, y a su expansión en la familia, quedó reducida a la soledad respecto de su capacidad para poner las condiciones de posibilidad de una nueva vida humana. Con la fecundación in vitro, la transmisión humana de la vida se convierte en un producto técnico: de la procreación, acción humana en la libertad y en el amor que engendra un nuevo ser humano, se pasa a la reproducción, actividad técnica que tiene la pretensión de fabricar hombres. 
Para implantar esta deconstrucción e imponer la tesis hay que convencer a todo el mundo de que todo aquello que se refiere a lo personal privado tiene que tener relevancia política y social, esto es, de que no hay nada que no sea político y público. 
De esta manera, la revolución sexual extiende sus tentáculos y, por medio de la política y las leyes, pretende abarcar toda la realidad. Por eso no hay que arrinconar la palabra “matrimonio” ni acostumbrarse a hablar de “pareja”. En este simple cambio semántico, se juega mucho.



La revolución sexual ha dejado a las mujeres en inferioridad de condiciones emocionales frente a los hombres. Tal como ha explicado la socióloga Eva Illouz en su libro Por qué duele el amor, en la medida en que el amor y la sexualidad aparecen cada vez más desvinculados de referentes morales o sociales, la elección de pareja es más libre e insegura.

El ideal romántico de la afinidad sentimental ha desplazado al compromiso institucional. En el nuevo mercado de relaciones de pareja, los hombres huyen del compromiso: es mejor dejar la elección abierta, por si surge una opción mejor. En cambio, las mujeres, en la mayoría de los casos, muestran más disposición a comprometerse, y cuando no encuentran una actitud recíproca en la otra parte, la búsqueda y preservación del amor da origen a frustraciones.

Frente a la trampa de la inseguridad, está la decisión de hacer y mantener las promesas.
El que se casa asume el compromiso de que esa mujer será su primera y única mujer en lo sucesivo. Y viceversa. Los que no se hacen promesas seguramente desean también que su relación dure, pero nada garantiza que no esté al albur de sus humores y emociones contradictorias. “Sin estar atados al cumplimiento de las promesas –decía Hannah Arendt– no seríamos nunca capaces de lograr el grado de identidad y continuidad que conjuntamente producen la ‘persona’ acerca de la cual se puede contar una historia”.

Lo ilógico es excluir el compromiso matrimonial, y luego sentirse defraudados porque el otro no se siente obligado a la fidelidad y a la permanencia que se espera de él. No puede hablarse de traición cuando no se ha asumido un compromiso público y declarado. No se puede contar con que la relación se mantendrá incólume, cuando ninguno de los dos se compromete de por vida.

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