La experiencia común parece abogar por un idéntico y repetido desarrollo conyugal: las alegrías del matrimonio van decayendo con el paso de los años. Las cosas están llamadas a empeorar. La tasa de divorcios continúa creciendo. Y el número de personas que se casan parece caer en picado, además de aumentar el de las relaciones esporádicas. Todo esto, sin embargo, no está generando la felicidad que prometía… y que todos anhelamos. Parece que más bien es al contrario. La gran pregunta es:
¿estamos condenados a que este sea nuestro destino, o hay algo que podemos hacer para lograr matrimonios felices y para siempre?
Podemos enfocar de una manera oportuna tres aspectos a revisar:
1. Dar por supuesto que el futuro de mi matrimonio depende de factores como: la
suerte (a la que solemos achacar muchos más efectos de los que le
corresponden), mi cónyuge, nuestros hijos, la familia política, la situación
laboral o económica o la sociedad en la que vivimos.
2. Caer en la tentación, cuando algo no funciona, de pensar que es mi cónyuge
quien debe cambiar, en lugar de poner el centro de gravedad en la única persona
sobre la que podemos incidir: nosotros mismos.
3. Actuar, cuando nuestro cónyuge lo hace de forma dañina y negativa hacia
nosotros, como si no tuviésemos otra opción que la de “pagarle con la misma
moneda”.
Los responsables de que cada matrimonio sea lo que está llamado a ser no son la
sociedad, ni el ambiente, ni la economía, ni las circunstancias externas, sino
la falta de determinación, que lleva a no poner real y libremente en juego
todos los medios a nuestro alcance para hacer que el matrimonio y la vida
conyugal resulten cada vez más plenos y gratificantes.
Por eso, dentro del panorama actual, un matrimonio feliz y para siempre no es
solo una gran aventura, sino incluso una hazaña, que mantiene todos los
componentes positivos de la aventura… ¡y los supera!
La gran noticia es que esa proeza está al alcance de todos los que sinceramente
quieran llevarla a término.