No anula ni disminuye la confianza y espontaneidad
La nota dominante al casarse es la alegría: una alegría especial, mezcla de diversión e ilusión. Se mira al otro como a un ser maravilloso que deslumbra por sus cualidades.
El amor romántico o enamoramiento es fruto de unos sentimientos que, en parte, anulan la objetividad para el conocimiento más en profundidad del otro. Es bueno y necesario para el inicio de una relación estable y duradera, pero es igualmente bueno que desaparezca para dar lugar a la madurez del amor matrimonial.
Si no prestamos atención y damos por descontado que esa magia durará siempre, el paso del tiempo puede arrugar los sentimientos y permitir que entren momentos de desencanto.
Es normal que la “magia” primera vaya menguando o, incluso, que desaparezca: es el momento en el que el romanticismo da lugar al amor maduro. Sin embargo este paso es una conquista y como tal, supone proponérselo, esfuerzo y tener los dos el mismo objetivo.
El romanticismo es perecedero, pero no lo es el amor ni el proyecto en común emprendido con el matrimonio y que involucra a toda la persona y su futuro.
Por eso no hay que temer las incomprensiones, los enfrentamientos y discusiones, situaciones que forman parte de la vida en común, siempre que se esté dispuesto a superarlas cueste lo que cueste.
Lo fundamental es que, a pesar de las diferencias y malos momentos, nunca se pierda el respeto mutuo.
Respetar al otro es el resultado de muchos valores puestos en juego en el día a día, sin permitir que se instale la rutina o el acostumbramiento en el trato aunque pasen los meses y los años, aunque cambien algunas circunstancias. Enumero algunos de esos valores:
1. Buena educación, que incluye: limpieza e higiene, orden, puntualidad.
2. Cortesía, atención y sonrisa afable y habitual.
3. Comunicación frecuente y adecuada incluyendo la comunicación no verbal espontánea sin máscaras ni escudos.
4. Una comunicación verbal continua y eficaz: dejar que el otro hable sin interrumpirlo - es importante dejar que se exprese sin interrupciones- y escuchar de verdad y con interés todo lo que dice, transmitiéndole nuestra opinión o discrepando con ella cuando haya terminado de hablar.
5. Compromiso a la palabra dada.
El respeto excluye pues las groserías, el lenguaje soez, los insultos o descalificaciones, los portazos, la humillación… Todo esto debilita la autoestima.
Del cultivo del respeto en el matrimonio se deriva una serie de actitudes que enriquecen la personalidad. Se hace extensivo en nuestro entorno familiar y laboral. Por ejemplo, también tratamos con respeto a todas las personas que se relacionan con nosotros, desde la limpiadora al jefe. Respetamos las diferencias personales en cuanto a gustos, ideas, costumbres y formas de entender algunos temas de la vida. Eso es aceptar al otro tal y como es, sin intentar cambiar ninguna característica de su personalidad, asumiendo tanto sus cualidades como carencias o defectos. Es mostrar interés por su vida, preocupándonos e interesándonos por su trabajo, familia, proyectos o estado de ánimo.
Nos hemos casado para formar una familia. Por eso nos interesa el apoyo, la ayuda, el deseo de buscar el bien del otro y de los hijos. Y conseguir estos fines no es posible sin respeto.
Respetar a alguien es, en definitiva, tratarlo de acuerdo a su dignidad de persona única e irrepetible que ha jugado su vida por nosotros y se nos ha entregado. Las dificultades que se presenten en la relación no anulan su dignidad: por el contrario, debo ayudarla a vivir siempre de acuerdo a ella porque yo también me he comprometido a quererla y ayudarla en la salud y la enfermedad, en las buenas y en las malas.
El respeto no significa dejar que cada uno haga lo que le venga en gana. Hay cosas que se deben corregir. Tanto el respeto como la corrección se apoyan en el afecto sincero que a veces exige corregir. Corregir con malos modos ya es falta de respeto.
Cuando el respeto reina un ambiente cordial y amable, que aceita las dificultades y ayuda a superarlas y situarlas en su verdadera dimensión.
Si no
prestamos atención y damos por descontado que esa magia durará siempre, el paso
del tiempo puede arrugar los sentimientos y permitir que entren momentos de
desencanto. Es normal que la “magia” primera vaya menguando o, incluso, que desaparezca:
es el momento en el que el romanticismo da lugar al amor maduro. Sin embargo
este paso es una conquista y como tal, supone proponérselo, esfuerzo y tener
los dos el mismo objetivo. El romanticismo es perecedero, pero no lo es
el amor ni el proyecto en común emprendido con el matrimonio y que involucra a
toda la persona y su futuro. Por eso no hay que temer las incomprensiones, los enfrentamientos y
discusiones, situaciones que forman parte de la vida en común, siempre que se esté
dispuesto a superarlas cueste lo que cueste.
Lo fundamental es que,
a pesar de las diferencias y malos
momentos, nunca se pierda el respeto mutuo.