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13.2.23

Dos extremos de la vida

Si no morimos en plenitud de vida nos haremos ancianos y requeriremos tiempo de nuestros hijos quienes, naturalmente, repetirán lo que nos vieron hacer o dejar de hacer. La decadencia de los años convierte a personas de edad madura en ancianos cada vez más necesitados de ayuda de todo tipo: material, física y psicológica. Precisan cuidados de salud semejantes a los niños, necesitan ternura, sentirse acogidos y amparados.


Los padres de familia jóvenes viven como un camino mágico y muy satisfactorio el cuidar a sus bebés, ayudarlos para subsistir en su absoluta dependencia, enseñarles a caminar y valerse cada vez más por sí mismos. La recompensa es ser testigos privilegiados del desarrollo de los hijos y cómo se convierten personitas.  Cuidarlos cuando enferman y seguir puntualmente las indicaciones del médico para que sus males sean bien atendidos es para ellos dar amor y dispensar ternura a un niño. ¡Qué lindo es abrazarlo, mimosear!
 
Pero hay otro extremo de la vida de los adultos que solemos enfrentar con diferente disposición: atender las necesidades de nuestros padres a medida que envejecen. Son dos extremos de la vida. 

Con el paso inexorable de los años nos hacemos mayores, y luego ancianos con una creciente dependencia de los más jóvenes. En toda cultura humana esa atención y cuidado son vistos como responsabilidad fundamental de los hijos o de otros parientes como los hermanos.
 

La responsabilidad para con los ancianos es tan importante como la que tenemos con los niños: éstos crecen y aquellos decrecen. Son dos extremos de la vida con similares necesidades. Los niños son cada día menos dependientes y los ancianos cada vez más. Los niños ganan fuerza, los ancianos la pierden.
 

Todos fuimos niños a quienes nuestros padres alimentaron, abrazaron y mimaron: hicieron por nosotros sacrificios personales de tiempo y dinero para educarnos.  El egoísmo y el individualismo puede llevarnos a ver la atención a nuestros mayores a medida que se tornan ancianos como carga incómoda que demanda tiempo: algo que quisiéramos tener para nuestro exclusivo provecho.
 

Cuando empieza esa etapa de la vida, la necesidad de dedicar tiempo a nuestros padres mayores se presenta una alternativa: si dejo mis cosas para ver a mis padres, me pesa. Y si no les doy tiempo, me remuerde la conciencia. La solución más fácil: desoír la conciencia.

El envejecimiento conlleva pérdida de facultades. Los ancianos entorpecen sus movimientos, pierden la memoria reciente y enferman cada vez más fácil y más perennemente. Puede darse testarudez, mal carácter, cerrazón a ideas y costumbres que a través de su vida llegaron a considerar como propias: yo tengo razón y las nuevas generaciones están equivocadas.
 

Los padres que envejecen o ya ancianos ¿son una carga? Para una recta conciencia libre de egoísmo, una alegre responsabilidad ineludible a cumplir con el mismo amor con que se atendimos a nuestros hijos. No podemos hacernos sordos ni ciegos ante su necesidad de atención cuya mayor dolencia es la soledad.
 

En todas las culturas y religiones, esta responsabilidad es considerada de justicia, es corresponder a la atención y amor recibidos mientras crecíamos, con todas las fallas y errores en que pueden haber incurrido nuestros padres. Salvo casos muy particulares de irresponsabilidad paterna, el saldo de amor y cuidados que recibimos de ellos, les es muy favorable. Olvidarlo es tan, tan cómodo…
 

Nuestros padres envejecidos necesitan de nosotros cosas materiales lo más cómodo de darles. Pero precisan esencialmente tiempo lleno de calor humano, de cariño y de mucha, mucha comprensión con sus y su soledad.

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